Día del libro

Mañana, 23 de abril de 2016, es el día del libro. Son varios los autores que han citado a Paracuellos de Jarama en sus obras, pero en esta ocasión os dejo con el cuento escrito por D. Antonio Trueba y editado post mortem en 1924. Lleva por titulo El cura de Paracuellos, y se encuentra dentro de la obra Narraciones Populares.



El cura de Paracuellos

Publicado en 1924 por D. Antonio Trueba (1819-1889).


I.


            Paracuellos, que es un lugar de tres al cuarto, situado en la orilla izquierda del Jarama, como dos leguas al Oriente de Madrid, tenia un señor cura que, mejorando lo presente, valía cualquier dinero.
            Es cosa de contar de cuatro plumadas su vida, que la de los hombres que valen se ha de contar y no la de aquellos de quien se dice:
            En el mundo hay muchos hombres de historia tan miserable, que se compendia diciendo que nacen, pacen y yacen.

            Su padre era un pobre jornalero que no sabía la Q, de lo cual estaba pesarosísimo, tanto que no se le caía de la boca la máxima de que el saber no ocupa lugar. Consecuente con esta máxima, puso el chico a la escuela, y el chico hizo en pocos meses tales progresos, que, según la expresión de su buen padre, leía ya como un papagayo.
            Así las cosas, dio al pobre jornalero un dolor no sé en qué parte, y se murió rodeado de su mujer y sus hijos, repitiendo a estos, y muy particularmente al escolar, que era el mayor, su eterna canción de que el saber no ocupa lugar.
            La madre de Pepillo, que así se llamaba nuestro héroe (como dicen los genealogistas, aunque su héroe no sea tal héroe ni tal calabaza), se vio negra para tapar tantas boquitas como le pedían pan a todas horas, y como le saliese proporción de acomodar a Pepillo con un amo que le mantuviese, vistiese y calzase (vamos al decir), no tuvo más remedio que aprovecharla, por más que le doliese quitar al chico de la escuela. El amor con quien la tía Trifona (que así se llamaba la viuda) acomodó a Pepillo, era el mayoral de una de las toradas que pastan en la ribera del Jarama, según sabemos por los poetas que tanto han molido, al respetable público con los toros jarameños, como si los toros fueran un gran elemento poético.
            Pepillo se pasaba el día en aquellos campos arreando pedradas con la honda a los toros que se desmandaban, y muy contento con no perder de vista a su pueblo natal, que se destaca encaramado en un alto cerro que domina toda la campiña y muy particularmente las praderas bañadas por el Jarama. Era tal el apego que Pepillo tenía a su pueblo, que llevarle a donde no le viera hubiera sido llevarle al campo-santo. Ya esto dice mucho en su favor, porque no puede menos de ser un bribón de siete suelas el que no tiene apego al pueblo donde ha nacido, donde se ha criado y donde están, vivos o muertos, sus padres, aunque el pueblo sea tan desgalichado como lo son casi todos los de las cercanías de Madrid (y perdonen sus naturales el modo de señalar).
            Como Pepillo tenía muy presente la máxima de su padre de que el saber no ocupa lugar, pensó que tampoco le ocuparía el saber capear a un toro, que al fin saber es, y tomando lecciones de esta ciencia del mayoral y los aficionados al toreo que con frecuencia visitaban la torada, logró poseerla con rara perfección. Como viese que, gracias a ella, se había librado más de una vez de que un toro le hiciese cosquillas, se volvía lleno de emoción hacia aquel campanario negro y alto a cuya santa sombra descansaba su pobre padre, y exclamaba:
            -¡Gracias, padre, pues al amor al saber que me infundiste debo el no haber quedado
en las astas del toro!
            Tal afición fue tomando Pepillo al toreo, que dedicaba a él todos sus ratos de ocio, y, como su amo se lo permitiese, no perdía una corrida de novillos de las que se celebraban en los pueblos cercanos de Barajas, Ajalvir, Cobeña, Algete y otros, donde hacía prodigios con su destreza táurica; pero un día se hizo estas reflexiones:
            -Mi buen padre decía que el saber no ocupa lugar, y me aconsejó en la hora de su muerte que, lejos de olvidar esta máxima, la tuviese siempre presente y me guiase por ella. ¿Me he guiado por ella hasta aquí? No hay tales carneros, porque el saber que hasta aquí he adquirido se ha limitado al toreo, y el saber no se limita a esta ciencia, que se extiende a otra infinidad de ellas. Yo quisiera ser un sábelo-todo, y donde todo se aprende es en los libros. A ver si me proporciono por ahí unos cuantos y regocijo a mi pobre padre en el cielo, o donde esté, haciéndome un pozo de sabiduría.
            Apenas se había hecho Pepillo estas reflexiones, acertó por casualidad a pasar el Jarama, por la barca que está al pié de Paracuellos, uno de esos libreros ambulantes que van por los pueblos vendiendo sabiduría con los libros que, cansados de estar en casa de Navamorcuende, salen a tomar un poco el aire en las calles de Madrid y luego van a veranear en las provincias. Con las propinas con que habían recompensado sus hazañas taurinas los aficionados (con perdón de ustedes) a cuernos, así cuando visitaban la torada de casa, como en las novilladas de los pueblos, compró media docena de libros y se dedicó en aquellos campos de Dios (y de los toros bravos) a estudiar en ellos.


II.


            Un Grande de España abandonaba con frecuencia su palacio de Madrid y se iba a Algete. ¿A que no saben Vds. a qué iba? Pues iba a sacar la tripa de mal año, porque le sucedía una cosa muy rara: no podía atravesar bocado en su casa, aunque su cocinero estudiaba con el mismísimo demonio para abrirle el apetito, y en Algete comía como un sabañón del bodrio cargado de pimentón y azafrán con que se alimentaban, tumbados con él en los surcos, los trabajadores de una posesión que tenía allí.
            A este Grande (que ya se conocía que lo era en su afición a hacerse pequeño) le chocaba, siempre que pasaba por la cuesta de Ibán-Ibáñez, un muchacho muy enfrascado en la lectura de algún libro, sentado en aquellos vericuetos, mientras los toros pastaban en las praderas inmediatas. Un día, en vez de continuar su camino hacia la barca, se dirigió hacia el muchacho y le llamó, deseoso de satisfacer su curiosidad.
            Pepillo se apresuró a bajar de los cerros, saliendo al encuentro de aquel señor con el libro bajo el brazo y el sombrero, gorra o lo que fuese, en la mano.
            -Muchacho, le dijo el Grande, ¿qué es lo que todos los días lees con tanta atención en esos cerros?
            -Señor, leo unos libros muy sabios, le contestó Pepillo chispeándole los ojos de admiración y entusiasmo al hablar de los libros que leía.
            -¿Y lees para entretenerte o para instruirte?
            -Para instruirme, señor.
            -¡Hola! ¿Conque quisieras ser sabio?
            -¡Vaya si quisiera!
            -Pues para tu oficio no se necesita saber mucho.
            -Señor, el saber en todos los oficios es bueno. Mi padre que esté en gloria decía que el saber no ocupa lugar, y tenía mucha razón.
            -Ciertamente que la tenía, ¿Y tú piensas pasar la vida guardando toros?
            -Si no hay otro remedio, me contentaré con eso, aunque tengo esperanzas de ser algo más.
            -¿Y se puede saber qué esperanzas son esas?
            -Sí, señor: las de ser torero.
            -¿Y eso te parece ser algo más?
            -¡Pues no me ha de parecer!
            -Te equivocas, muchacho; ser torero nunca es ser algo más.
            -¿Pues qué es?
            -Siempre es ser algo menos.
            -No le entiendo a Vd., señor.
            -Cuando estudies algo más, lo entenderás.
            -Pues tengo ganas de estudiar para entenderlo.
            -¿Conque tienes afición al estudio?
            -Mucha, señor.
            -Pues si quieres estudiar, yo te costearé los estudios. ¿Qué carrera quieres seguir?
         -Señor, ¿qué entiendo yo de eso? La que a usted le parezca mejor.
         -¿Quieres seguir la militar?
         -Esa no me hace mucha gracia. ¿Por qué?
         -Porque el militar mata.
         -Estás equivocado: el militar defiende.
         -Bueno; pero como Paracuellos no tiene guarnición.....
         -¿Quieres ser arquitecto?
         -Como no se hacen casas en Paracuellos.....
         -¿Quieres ser marino?
         -Como no andan barcos en el Jarama.....
         -¿Quieres ser médico?
         -Como el de Paracuellos es tan joven.....
         -¿Quieres ser cura?
         -Sí, señor, porque el señor cura de Paracuellos es ya viejo y cuando se muera le reemplazaré yo.
         -¡Ah, ya! ¿conque tú no quieres alejarte de Paracuellos?
         -Le diré a Vd., señor: si para estudiar no tengo más remedio que alejarme, me alejaré; ¿pero alejarme para siempre? Eso no, señor; más quiero arar tierra cerca de Paracuellos que arar diamantes lejos.
         -Bien, hombre, no me disgusta tu modo de pensar. Un poco exagerado es, pero ya vendrá el tío Paco con la rebaja.
         Algunos años después, Pepillo ya no era Pepillo; era el Sr. D. José, cura párroco de Paracuellos, cuyo curato, vacante por defunción del anciano que le desempeñaba, había obtenido apenas cantó misa.


III.


            El señor cura de Paracuellos casi no tenía pero. Aunque joven, era el cura más sabio desde Madrid a Alcalá, y en punto a virtud y celo en el desempeño de su sagrado ministerio, todo lo que se diga es poco.
Haciendo prodigios de orden y economía durante sus estudios, con los ahorros de la pensión de ocho mil reales a unos que el Grande de España le había pasado hasta que se ordenó de misa, había ayudado a su madre, de modo que ésta había vivido perfectamente y educado a los otros chicos, Cuando D. José obtuvo el curato de su pueblo, sus hermanos no necesitaban ya de su apoyo, pues habían aprendido buenos oficios y se ganaban muy bien la vida. En cuanto a su madre, se la llevó consigo a su casita, y la buena mujer, tan curadita, tan aseada y tan guapa, reventaba de orgullo y alegría oyéndose llamar la madre del señor cura, en lugar de la tía Trifona, como la llamaban antes.
            Repito que casi no tenía pero el señor cura de Paracuellos: él no tenía cosa suya si los pobres la necesitaban; él era puntualísimo en lo tocante al culto, el confesionario y la administración de Sacramentos; él tenía la iglesia como una tacita de plata; él predicaba con tanta elocuencia, que las mujeres se le querían comer vivo y a boca llena le llamaban pico de oro; él era de alma tan pura y candorosa, que cuando un muchacho le confesaba que había dado un pellizco a una muchacha, le preguntaba si la muchacha se había reído o había llorado, y si le contestaba que se había reído, no le echaba por el pellizco penitencia alguna; él había conseguido a fuerza de predicar a la tabernera que la fuente del pueblo diese agua suficiente para el consumo del vecindario; él había quitado a los señores de justicia la pícara maña de refrescar en las sesiones de ayuntamiento con vino, chuletas, jamón, cochifritos y otras porquerías por el estilo; él, en fin, era un señor cura que casi no tenía pero.
            El pueblo paracuellano veía por sus ojos, porque además de todas estas buenas cualidades, tenía otra que le enamoraba, y era la afición del señor cura al toreo y su pericia en capear, picar y poner un par de banderillas con el mayor salero al toro más bravo. Ya se sabía: todos los días, después de cumplir con los deberes de su sagrado ministerio, el señor D. José había de bajar a las praderas del Jarama a entretenerse un poquito capeando o poniendo un par de varas al toro de más empuje y bravura de cuantos allí pastaban. Y el sábado por la tarde, único día en que se mataba en Paracuellos una res vacuna para el consumo del vecindario, ya se sabía también: el señor D. José había de ir al matadero a dar un pasito de muleta a la res que se iba a matar.
            Pues ¡no digo nada de lo que pasaba cuando en Paracuellos había corrida de novillos, que era con mucha frecuencia, porque el pueblo paracuellano era loco (con perdón de ustedes) por los cuernos! Así que aparecía el novillo más bravo, el pueblo paracuellano mandaba una comisión al señor cura para rogarle que saliese a la plaza e hiciese alguna de las suyas. El señor cura, como era tan modesto, se ponía colorado como un tomate con el rubor que le causaban tal honra y los elogios que la comisión popular prodigaba a su valor y su destreza táurica, y después de excusarse largo rato y hacerse el chiquito, concluía siempre por acceder a las instancias del bondadoso pueblo paracuellano, y una vez en la plaza, hacía maravillas con el novillo, hundiéndose los tablados a fuerza de aplausos al señor cura, cuya destreza era tal, así en la plaza de Paracuellos como en las praderas del Jarama, que lo más, lo más, que le solía suceder, era volver al tablado o al pueblo con un siete en el pantalón por salva la parte. Sólo un inconveniente tenía la sabiduría en el toreo del señor cura de Paracuellos, y era la envidia que los pueblos inmediatos tenían a Paracuellos por el cura que poseía, y de esto resultaba cada paliza, que se llenaba de presos la cárcel del partido. Los paracuellanos estaban tan orgullosos con el mérito táurico de su señor cura, que para ellos no valía un comino el mejor torero comparado con el señor cura de su pueblo.
            Iban, por ejemplo, a Algete a una corrida de novillos: un diestro aficionado o un torero de oficio hacía una suerte maravillosa, y el pueblo entero prorrumpía en vítores y aplausos; en aquel instante no faltaba un paracuellano que gritase:-«¡Eso lo hace por debajo de la pata el señor cura de Paracuellos!» Y ya tenían ustedes armada una paliza de cuatrocientos mil demonios.
            Todo eran intrigas por parte de los pueblos inmediatos para quitar a los paracuellanos su señor cura y hacerse ellos con párroco de tal sabiduría táurica; pero sí, ¡buenas y gordas! El señor cura de Paracuellos era tan amante de su pueblo nativo, y a pesar de su increíble modestia estaba tan orgulloso con el aprecio que el pueblo paracuellano hacía de su mérito tauromáquico, que ni por una canonjía de Alcalá hubiera trocado su curato de Paracuellos.
            No faltaron intrigantes de Ajalvir y Cobeña que le salieron con la pata de gallo de que si había sido tolerable que cuando estudiante no abandonase su afición al toreo y hasta se enorgulleciese con los aplausos que le prodigaba el público por un salto al trascuerno o un capeo a la verónica, tal afición y tal orgullo eran muy feos y no se podían tolerar en un señor cura párroco; pero el señor cura veía venir a los de Ajalvir y Cobeña, y los echaba enhoramala diciendo para sí:
            -Señor, si es máxima universalmente admitida y sancionada que el saber no ocupa lugar, y yo sé a maravilla el difícil arte de Romero, Pepa-Hillo y Costillares, ¿a qué santo he de renunciar el cultivo de este arte tan honesto en mí, que todas las deshonestidades que me proporciona se reducen al cabo del año a media docena de sietes en el pantalón por salva la parte?
            Un día el Sr. D. José, como todos los párrocos del partido, recibió una comunicación del señor cardenal arzobispo de Toledo, en que su eminencia le anunciaba que se preparaba a la santa visita de la diócesis y de tal a cual día iría por Paracuellos.
            Recibir el Sr. D. José esta noticia y empezarle a temblar las piernas como campanillas, todo fue uno.
            -Pero, señor, decía, ¿qué será esto? ¡Temblar yo al acercárseme un cardenal arzobispo, cuando nunca he temblado al acercárseme un toro bravo! Algo malo me va a pasar, aunque no sé por qué.
            Y a todo esto, al señor cura seguían temblándole las pantorrillas, y como era tan candoroso y blanco de conciencia, ni por el pensamiento le pasaba que sus tristes presentimientos pudieran tener algo que ver con su afición (con perdón de ustedes) a los cuernos.


IV.


            Las campanas de Barajas se hacían astillas a fuerza de repicar.
            El temblor de piernas volvió a anunciarle al señor cura de Paracuellos alguna desazón muy gorda.
            -¡Ya pareció aquello! exclamó el señor cura al sentir aquel temblor y aquel repique, y acompañado de todo el vecindario, salió al alto de junto a la iglesia y se puso a mirar hacia Barajas, que está enfrente, cosa de media legua, al otro lado del río. Al fin un grupo de gente que rodeaba un coche apareció a la salida de Barajas, y tomó cuesta abajo en dirección a la barca de Paracuellos.
            -¡Ya viene, ya viene su minencia! gritó el pueblo paracuellano, mientras el Sr. D. José, temblándole más que nunca las pantorrillas, ordenaba al sacristán que subiese a la torre y prorrumpiese en un repique de doscientos mil demontres.
            El señor cura se fue a revestir para recibir al prelado en el pórtico de la iglesia, y los señores de justicia, todos arropados con capas pardas, aunque hacía un calor que se asaban los pájaros, y seguidos de casi todo el resto de sus feligreses, bajaron a recibir a su eminencia al pie de la cuesta de Paracuellos.
            El señor arzobispo, así que despidió en la orilla derecha del río a los cabildos eclesiástico y municipal de Barajas, pasó la barca y fue recibido inmediatamente por los de Paracuellos. Venía bueno, aunque muy sofocado, porque era muy grueso y hacía mucho calor, y acogió con mucha benevolencia a los señores de justicia de Paracuellos, a quienes, por supuesto, dio a besar el anillo, así como a los demás paracuellanos.
            La subida al pueblo es violentísima, y en su vista el señor arzobispo manifestó que, temeroso de que se estropease en ella el hermoso tiro de mulas de su coche, se determinaba a subirla a pie.
            -No lo consentirnos, minentísimo señor, le replicó el señor alcalde lleno de entusiasmo, en el que le secundaron los demás señores de justicia y el pueblo entero.
            Vuestra minencia subirá en coche y el pueblo paracuellano tirará de él. Yo soy el primero que voy a tener la honra de meterme en varas para ello.
            Y así diciendo, el señor alcalde y los demás señores de justicia se preparaban a quitar las colleras a las mulas para ponérselas ellos, cuando el señor arzobispo se lo impidió con benévola sonrisa, diciéndoles que deseaba subir a pie y aun se proponía recorrer del mismo modo los pueblos de aquel lado del río, porque le convenía mucho hacer ejercicio a ver si así disminuía algo su obesidad.
            No tuvo más remedio el pueblo paracuellano que renunciar a aquella ovación con que deseaba obsequiar al ilustre prelado; pero desde aquel momento los señores de justicia, interpretando fielmente los sentimientos del pueblo que tan dignamente representaban, se propusieron no dejar marchar de Paracuellos al señor cardenal arzobispo sin disponer alguna fiesta notable en su obsequio.
            El señor arzobispo visitó la parroquia y quedó complacidísimo del estado en que la encontró, por lo que colmó de elogios al señor cura, que, como era tan modesto, se ruborizó mucho de los piropos que le echó su eminencia, piropos que se renovaron cuando el señor arzobispo se fue luego enterando de que el señor cura tenía el pueblo como una balsa de aceite en punto a instrucción moral y religiosa.
            Mientras el señor arzobispo comía y descansaba durmiendo un poco de siesta, una agitación inusitada se notaba en la casa de ayuntamiento y en la plaza. En la primera conferenciaban y daban órdenes los señores de justicia, y en la segunda se tapaban las boca-calles con carros y se levantaba una especie de tablado con maderos y trillos.
            Los señores de justicia, presididos por el señor alcalde y de toda gala, es decir, todos encapados, aunque ardían las piedras, salieron de la casa consistorial y se dirigieron a la del señor cura, donde se hospedaba el señor cardenal arzobispo, que los recibió con su habitual benevolencia.
            El señor alcalde, que no tenía nada de cobarde, particularmente cuando, como entonces sucedía, había tirado unos cuantos buenos latigazos al morenillo de Arganda, fue quien, naturalmente, tomó la palabra diciendo:
            -Minentísimo señor: el pueblo paracuellano, de quien semos dinos representantes, está namorao del aquel con que vuestra minencia le ha dao a besar la sortija piscopal, y su dino ayuntamiento, discrismándose por encontrar modo y manera de osequiar a vuestra minencia, ha descutido y conferido lo más conviniente a amas a dos magestades devina y humana, y ha encontrado que naa mejor que una corría de novillos, máisime que Paracuellos tiene pa eso una alhaja que le envidian toos los pueblos de la reonda, porque ellos la tendrán en lo cevil, pero en lo clesiástico como la tiene Paracuellos, no ¡voto va bríos!.
            Y así diciendo, el señor alcalde entusiasmado dio en el suelo con la contera de la vara con tal fuerza, que hizo ver las estrellas y soltar un ¡por vía de Cristo padre! al señor procurador síndico que estaba a su lado y a quien le dejó un dedo del pie despachurrado dentro de la alpargata.
            El señor cardenal arzobispo, a pesar de toda su gravedad, no pudo menos de tumbarse de risa en el sillón donde estaba repantigado escuchando la arenga.
            -Veamos, señor alcalde, preguntó al fin dominando la risa, qué alhaja eclesiástica es la que tienen ustedes para amenizar las corridas de novillos.
            -¡Qué alhaja ha de ser, minentísirno señor, sino nuestro señor cura, que se pasa por debajo de la pata a todos los toreros de Madril!
            -¿Y quién les ha dicho a Vds. eso?
            -Naide, minentísimo señor, que too el lugal lo está viendo toos los días.
            -¿Y dónde lo ve?
            Lo ve en la orilla del Jarama, en el matadero y en la plaza del lugal siempre que hay novillos.
            -¿Pero el señor cura sale a lidiarlos?
            -¿Que si sale? Já, já, ¡qué atrasaa de noticias está vuestra minencia! Esta tarde mesma se verá si hay en el mundo, con ser mundo, quien salte al trascuerno o ponga un par de banderillas con tanta sal y salero como el señor cura de Paracuellos.....
            El señor cardenal arzobispo, que se había ido poniendo serio y triste conforme hablaba el alcalde, interrumpió a este diciéndole:
            -Bien, bien, señor alcalde, tengan Vds. la bondad de retirarse para que yo pueda pensar si debo o no aceptar el obsequio que Vds. me ofrecen y que de todos modos agradezco mucho.
            Los señores de justicia se retiraron, y el señor cardenal arzobispo llamó al señor cura, que, ocupado en sus rezos, no había presenciado aquella singular audiencia, y que, a pesar de que de nada le remordía la conciencia, sintió que volvían a temblarle las pantorrillas.


V.


            -Señor cura, siéntese Vd. aquí, a mi lado, dijo el señor cardenal arzobispo con una mezcla de bondad y severidad que alarmó un tanto al señor cura, a pesar de lo muy tranquila que éste tenía siempre la conciencia.
            -Gracias, eminentísimo señor.
            -No hay de qué darlas, señor cura. Dígame usted: ¿es verdad, como me han asegurado, que es Vd. peritísimo en el toreo?
            -Es favor que me hacen sin merecerlo, eminentísimo señor, contestó el señor cura bajando los ojos y ruborizándose por efecto de su natural modestia.
            -De seguro que los que me lo han dicho no le han hecho a Vd. favor alguno, sino, por el contrario, y quizá sin querer, un gran agravio. Conque vamos, señor cura, ¿qué hay de cierto en lo que me han asegurado?
            -Lo que hay de cierto, eminentísimo señor, es que no paso de un simple aficionado al toreo.
            -¿Y hasta dónde lleva Vd. esa afición?
            -No pasa, eminentísimo señor, de bajar por las tardes a divertirme un rato orillas del Jarama capeando algún toro bravo, entretenerme el sábado en el matadero dando algunos pases a la res que se va a matar, poner algunos pares de banderillas cuando hay corrida de novillos en el pueblo, y si la hay de muerte trastearle y despacharle de un mete y saca recibiendo.
            El señor cardenal arzobispo, cuyo rostro se había ido encendiendo de indignación mientras hablaba el señor cura, que lo atribuía a entusiasmo táurico de su eminencia, se levantó, exclamando con severidad:
            -Basta, señor cura, que no necesito saber más para decir que Vd. es indigno de ejercer la cura de almas que le está encomendada.
            -Eminentísimo señor!.. balbuceó el señor don José, temblándole, no ya las pantorrillas, sino todo el cuerpo.
            -Nada me replique Vd. Toda la satisfacción que me había causado la conducta de Vd. como párroco, queda anulada y desvirtuada con su conducta de Vd. como aficionado al toreo, y desde hoy tengo a bien retirarle a Vd. las licencias para ejercer el ministerio sacerdotal.
            -¡Perdón, eminentísimo señor! exclamó don José queriendo arrodillarse bañado en lágrimas a los pies del príncipe de la Iglesia; pero éste se mostró inflexible con él, y disgustado de haber tenido que reconvenir y castigar allí donde había creído tener solo que elogiar y premiar, determinó pasar inmediatamente a Ajalvir en vez de pernoctar en Paracuellos, como había pensado.
            Pronto se divulgó por el pueblo la triste noticia de que el señor cardenal arzobispo había retirado al señor cura las licencias de celebrar misa y confesar, por su afición al toreo, y que su eminencia abandonaba aquella tarde a Paracuellos.
            Todo el pueblo se llenó de pena, y no se oían más que lloriqueos en las casas y en las calles.
            -¡Y yo, exclamaba el señor alcalde desesperado, y yo que he sido quien sin querer ha dilatao al señor cura!!...
            Inútil fue que el ayuntamiento y comisiones de las clases más respetables del pueblo paracuellano se presentasen al señor cardenal arzobispo en súplica de que dejase sin efecto la retirada de licencias eclesiásticas al señor cura: el señor cardenal arzobispo continuó inflexible, contestando que por más que lo sintiese, era en él deber de conciencia el no consentir que un sacerdote degradase y ridiculizase su sagrado ministerio con aficiones y ejercicios tan contrarios y opuestos a su augusta gravedad como el ejercicio del toreo.
            Su eminencia partió en efecto de Paracuellos aquella misma tarde, y el pueblo paracuellano en masa quedó firmemente dispuesto a mover cielo y tierra para vencer el rigor del señor cardenal arzobispo.
            En cuanto al señor cura y su desconsolada señora madre, ni aun tuvieron valor para salir a despedir a su eminencia, tomando parte en el coro de llanto y súplicas con que salió a despedirle todo el pueblo: ambos quedaron en casa llorando y pidiendo al milagroso Santo Cristo de la Oliva (muy venerado de todos aquellos pueblos a pesar de ser de Cobeña) que ablandase el corazón del señor cardenal arzobispo.


VI.


            El señor cardenal arzobispo había pernoctado en Algete después de visitar los pueblos de toda aquella banda izquierda del Jarama, y se disponía a volver a Madrid para descansar algunos días y continuar la visita por su dilatada diócesis.
            Inútiles habían sido todos los empeños y súplicas con que en nombre del pueblo paracuellano, le habían importunado las personas más respetables de aquella comarca para que devolviese las licencias eclesiásticas al señor cura de Paracuellos, que aparte de su pícara afición al toreo, era, según le decían todos, un sacerdote ejemplar: el señor cardenal arzobispo había continuado inflexible, contestándoles con un dixi.
            El señor cura de Paracuellos y su señora madre, poniendo ya solo en Dios su esperanza, se dirigieron a Cobeña antes de salir el sol, sin más objeto que oír una misa en el altar del Santo Cristo de la Oliva, y pedir a este milagroso Señor que el señor cardenal arzobispo de. Toledo perdonase al sacerdote castigado y ya profundamente arrepentido de sus faltas.
            Cuando ya habían oído la misa y orado larga y entrañablemente y se disponían a volver a Paracuellos, oyeron repicar las campanas de Cobeña: era que el señor cardenal arzobispo, de regreso de Algete, que dista de allí media legua, entraba en la villa de paso para Madrid.
            Creyendo la anciana y su hijo que por permisión de Dios tropezaban allí con el primado de las Españas y debían aprovechar aquella ocasión para dirigirle personalmente sus súplicas, le salieron al encuentro junto a la fuente que está a la entrada del pueblo, y se arrodillaron a sus pies anegados en lágrimas.
            El señor cardenal arzobispo les dio a besar el anillo y los levantó amorosamente no menos conmovido que ellos, pero, haciendo un penoso esfuerzo sobre su voluntad de hombre para no someter a ella su voluntad de prelado, volvió a negar al pobre señor cura la gracia que éste le pedía, y atravesando la población, sin detenerse apenas en ella, siguió a pie hacia la barca de Paracuellos.
            El cura y su anciana madre le siguieron tristemente, la anciana ocultando a su hijo las lágrimas con el rebozo de su mantilla de franela, y el cura ocultando a su madre las suyas con el embozo de su capa.
            El señor cardenal arzobispo y su comitiva tomaron la cuesta de Ibán-Ibáñez, que termina en las praderas del Jarama, por entre las cuales y el cerro de Paracuellos hay que caminar un buen rato para llegar a la barca donde esperaba al cardenal arzobispo el coche.
            El señor cura y su señora madre estuvieron a punto de dirigirse al pueblo por los cerros en vez de bajar a las praderas; pero yo no sé qué corazonada le dio al señor cura, que dijo a su madre:
            -Madre, vámonos por abajo.
            En el momento en que el cardenal arzobispo y su acompañamiento ponían el pie en la pradera, un toro de una torada que pacía mucho más arriba a la orilla del río, y que no había quitado ojo del señor cardenal desde que este asomó por lo alto de la cuesta con su traje encarnado, partió como una centella praderas abajo, sin que bastaran a detenerle los esfuerzos que para ello hacían los vaqueros.
            El señor cardenal y su acompañamiento, viendo que el toro se les venía encima como una furia infernal, apretaron el paso llenos de espanto; pero el toro avanzaba en un segundo más que ellos en un minuto. Viéndole ya encima, los de la comitiva, llenos de terror, treparon a los cerros; pero el señor cardenal, como era tan grueso, resbaló y rodó al suelo apenas lo intentó y no tuvo más remedio que seguir pradera abajo pidiendo, espantado, socorro, primero a los hombres y después a Dios.
            Ya sentía a su espalda las pisadas y los furiosos resoplidos de la fiera, y encomendaba su alma a Dios creyendo llegado el momento de entregársela, cuando de repente le pareció que los pasos y los resoplidos del toro se desviaban algo de él, y entonces volvió la vista y lanzó un grito de esperanza y agradecimiento.
            Era que el señor cura de Paracuellos, al ver al señor cardenal arzobispo en aquel terrible trance, se había lanzado a la pradera por un atajo de los que él conocía perfectamente, y saliendo al encuentro del toro en el momento en que éste casi tocaba con sus terribles astas al cardenal, le había tendido la capa, y con admirables quiebros y capeos le desviaba del blanco (o mejor dicho encarnado) de sus iras, y daba tiempo a que llegaran los vaqueros armados de fuertes picas, como en efecto llegaron e hicieron a la fiera tornar praderas arriba a reunirse con la torada.
            El señor cardenal arzobispo, llorando de alegría y agradecimiento, abrió sus brazos a su salvador y le estrechó en ellos, exclamando:
            -Señor cura, este peligro en que me he visto, y esta salvación que a Vd. debo, son un milagro con que Dios ha querido castigar mi excesiva severidad para con Vd., y mostrarme cuán digno es Vd. de mi indulgencia. Como hombre le daré a usted cuanto me pida, y como arzobispo de Toledo le devuelvo inmediatamente las licencias eclesiásticas que le había recogido.
            -¡Gracias, eminentísimo señor! exclamó el señor cura arrodillándose anegado en lágrimas de gratitud y consuelo a los pies del arzobispo, que se apresuró a alzarle, diciéndole:
            -No me dé Vd. gracias, señor cura, déme usted únicamente palabra de que no volverá nunca a degradar el manto del sacerdote tendiéndole a los pies de una fiera irracional.
            -Eminentísimo señor, contestó el señor cura con toda la efusión de su alma, yo prometo a vuestra eminencia por mi fe de sacerdote y mi honra de hombre, que sacrificaré mi vida, si es necesario, al cumplimiento de esta promesa solemne que a vuestra eminencia hago.
            Poco después el señor cura de Paracuellos y su señora madre subían la cuesta de la barca y otro poco después, cuando el señor cardenal arzobispo se alejaba camino de Barajas, las campanas de Paracuellos se hacían astillas a fuerza de repicar, y el pueblo paracuellano, congregado en el alto de junto a la iglesia, se volvía ronco a fuerza de dar vivas al señor cardenal arzobispo de Toledo y al señor cura de Paracuellos.


VII.


            Habían pasado ya muchos años. La señora madre del cura de Paracuellos, que lo era aún el Sr. D. José, dormía ya en el camposanto a donde había ido a parar amada y bendecida del buen pueblo paracuellano, después de haber pasado la vejez más dichosa que mujer había pasado en Paracuellos.
            El Sr. D. José, que no era aún viejo, estaba hermosote y sano. Una tarde le dijeron que en la casilla de un melonar de la ribera del Jarama había caído gravemente enferma una pobre anciana, y se fue a verla, porque es de saber que los ocios que en otro tiempo dedicaba al toreo, los dedicaba desde lo de marras al estudio de la medicina casera, persuadido ya de que si bien es cierto que el saber no ocupa lugar, este saber ha de ser el verdaderamente útil y no el nocivo o cuando menos fútil, como el táurico, que es nocivo o fútil casi siempre, y si es útil alguna vez (como se lo fue a él una), es porque todas las reglas tienen excepción y no conviene que el hombre se rompa la cabeza adquiriendo saber cuya utilidad solo se funde en la excepción.
            Volvía el Sr. D. José de visitar a la pobre enferma, a la que había dejado muy consolada con unas medicinas caseras, unos reales y unos consejos, cuando al atravesar las praderas se vio de repente acometido de un furioso toro que estaba escondido y como en acecho detrás de un zarzal.
            Corrió, corrió el Sr. D. José perseguido por el toro, y cuando éste se le echaba encima, llevó la mano a aquel mismo manteo con que con la mayor facilidad había salvado al señor cardenal arzobispo de Toledo; pero como si el manteo hubiese quemado su mano, le soltó, y un minuto después el pobre Sr. D. José estaba tendido en la pradera con el manteo en los hombros y el pecho abierto de una cornada.
            Esta es la historia del señor cura de Paracuellos, cuya canonización no ha solicitado ya el pueblo paracuellano temeroso de que la gente aficionada (con perdón de Vds.) A cuernos, salga luego con la pampringada de que también ha habido un torero santo.

FIN.

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